Novela en la que estoy trabajando...
El arca de Noah
Se trata de una novela de acción e historia, mezclada con la ciencia ficción más futurista. En un futuro cercano, tras una tercera guerra mundial y las consecuencias de un agresivo cambio climático, uno de los magnates más ricos de la Tierra, Noah Virecoche, hace gala de su nombre, creando un Arca de Noé espacial que pueda ayudar a salvar a la raza humana de su inminente extinción.
Aquí os dejo el inicio,
PRÓLOGO
1550,
Bolivia
El
historiador español jadeaba por la suma de la altitud y la emoción
ante las ruinas que se erigían frente a él. Sacó un pañuelo del
bolsillo y se limpió el sudor de frente y cuello con un gesto
nervioso, y por un momento, rascándose su poblada barba, no supo por
dónde empezar a trabajar para observar, catalogar y analizar las
casi cincuenta hectáreas de lo que habría sido la civilización
andina más antigua de la que tuviese noticias.
Sus
investigaciones de otras culturas iberoamericanas como cronista en
los últimos años le habían señalado aquel lugar como fuente de
todas ellas... y allí estaba. Pedro Cieza de León había llegado a
las ruinas de una ciudad que, haciendo caso a las leyendas de los
indígenas, tenía más de quince mil años.
Quiso
empezar enseguida a trabajar, dirigiéndose sin dudar más a aquella
pirámide de siete alturas que coronaba las ruinas, pero el aliento
le fallaba. Se obligó a sentarse sobre un muro cercano a descansar
unos minutos, recordando lo que los indígenas llamaban soroche,
o mal de altura. Se encontraban a casi cuatro mil metros de altitud y
el efecto sobre todo aquel que no estuviera acostumbrado eran
jaquecas, náuseas, incluso la muerte. Los indígenas le miraban
sonriendo abiertamente, como riéndose de que Pedro no comprendiese
que estar tan cerca del cielo obligaba a llevar el sosegado ritmo
andino.
El
español aprovechó para sacar su diario, donde iba anotando sus
experiencias, donde eventualmente dibujaba plantas o animales
extraños y donde escribía las historias y mitos que se contaban en
los pueblos que había visitado.
Releyó
las últimas páginas recordando aquel viaje que iniciase sin llegar
a dilucidar cuán fascinante sería.
Había
visto un lago de agua levemente salada
que parecía el mismísimo océano de tan grande que era. Lo llamaban
el lago Titicaca, que según le tradujeron sus guías indígenas en
aquella expedición, significaba pumas de piedra o tierra del sol, no
sabía cuál era correcto, quizá los dos.
En
el lago, flotando entre un rumor marino que sorprendió a Pedro,
decenas de islas que se movían, hechas de totora,
juncos enmarañados en
donde se asentaban indios uros. Éstos se dedicaban con paciencia a
la pesca, mirando al infinito hasta que se fijaban en Pedro y sus
ojos momentáneamente expresaban desconfianza, extrañeza o
curiosidad, según su edad.
Como
todos los pueblos de la región, ellos también contaban la leyenda
de tener sus orígenes en una ciudad ahora en ruinas pero que había
albergado la mayor civilización que se recordase. Decían que era la
cuna de la humanidad. Dos mitos habían llamado poderosamente la
atención del historiador. En uno de los cuentos, su mayor dios junto
con un pájaro dorado que era el Sol, había creado la humanidad.
Mientras que en el otro cuento, una mujer llamada Orejona
por sus enormes y
puntiagudas orejas, había bajado de las estrellas para fornicar con
un tapir y tener con el cerdo la descendencia que pasaría a ser el
ser humano. Por supuesto, Pedro no pudo evitar sonreírse ante estas
líneas escritas, consciente de la ignorancia de los indios. Había
pensado en contarles la verdad, explicarles qué era la Sagrada
Biblia y cómo Dios había creado al primer hombre a partir del barro
y a la primera mujer a partir de una costilla del hombre. Pero
desestimó esta opción, ya se ocuparían los sacerdotes españoles
de llevar por el buen camino a aquellos ilusos.
Cerró
de nuevo el diario y comprobó satisfecho que ya no se encontraba
fatigado. Podía empezar a inspeccionar el lugar que los indígenas
llamaban Tiahuanaco.
Aquella
noche, protegido por una espesa manta de dibujos geométricos y al
amparo de un crepitante fuego que teñía de fugaces luces las ruinas
de la ciudad, Pedro Cieza de León llenaba decenas de páginas con
dibujos de aquel lugar, de la Puerta del Sol, un bloque monolítico
de unas trece toneladas de peso y casi tres metros de altura. Esta
puerta en mitad de la nada, estaba profusamente decorada con una
deidad en el centro que sostenía un cetro en su mano derecha y un
rayo en su mano izquierda. Este dios tenía solo cuatro dedos, al
igual que innumerables relieves y estatuas diseminadas por toda
Tiahuanaco, igual que se decía de Oriana u Orejona. De aquella
puerta del dios pagano, parecían salir unas líneas que la dividían
creando veinticuatro y cuarenta y ocho figuras separadas que, por un
loco momento, recordaron a Pedro la católica Adoración del Cordero
con su apocalíptica descripción, como había visto en el tímpano
de la catedral de Amiens en un viaje hacía años. Las cuarenta y
ocho figuras superiores se le antojaban los doce apóstoles, los doce
profetas menores y los veinticuatro ancianos portadores de citaras
que describía San Juan en la Biblia.
También
destinó mucha tinta el historiador para describir los restos de un
edificio rectangular con un gran patio central que los indígenas
llamaron Kalasasaya, cuya traducción eran los “pilares derechos”.
Dentro de aquella edificación, una colección de curiosas estatuas
representaban a muchos hombres como barbudos de ojos redondos. Pedro
tenía barba y la mirada más bien esférica, pero todos los
indígenas que había visto en todos estos años eran lampiños y de
ojos almendrados.
El
cronista pidió a uno de los porteadores que se pusiese al lado de
aquellas estatuas, para comparar mejor. Sospechó que consiguió
comunicarse con él más por sus gestos que por los intentos del
indígena con la lengua castellana.
A
la izquierda... Sí, sí, aquí quieto, frente a este relieve... No,
no muevas la cara, quieto, ¿comprendes? – había que explicarles
todo paso a paso.
Cuando
consiguió que el indio le sirviese de comparativa, se quedó
mirando, muy pensativo, las marcadas diferencias entre las rocosas
caras y el indígena.
Eran
dos razas distintas sin lugar a duda...era la raza de Pedro, no del
indio.